La ciudad en figuritas

Por Gustavo Caleri

 

La ciudad te seguirá”, dice Kavafis en su poema más famoso y seguramente algo sabía aquel griego de perfil elegante, como para no atreverse a modificar lugar y fecha de nacimiento y muerte.

Donde quiera que vayamos, la ciudad que fuimos descubriendo a medida que la infancia transcurría se nos quedó pegada en la memoria con la sombría marca de una cicatriz o el venturoso ornamento de un tatuaje; y aunque sepamos que la memoria es un fantasma errático y voluntarioso habituado a falsear recuerdos imposibles de verificar, en ocasiones como esta nos rendimos a su influjo.

Cuando el Vélez Sarsfield se dispara para el lado de Las Mojarras buscando campo, se transforma en desagüe y frontera del Ameghino y el Pellegrini, dos amigotes generacionales avecindados por la toponimia barrial. Aquello que el bulevar pierde de ancho al contraerse en calle, antaño lo ganaba en profundidad y espíritu separatista. Quienes allí vivíamos renegábamos de la normativa municipal que exigía pertenencia a este o aquel distrito y orgullosos, enarbolando antiguas costumbres, adheríamos a uno propio: el de “la calle honda”.

Ya no existe, pero sus altas veredas todavía me persiguen en esas tardes de lluvia estival, intimándome a que vuelva a zambullirme en aquel río trazado con precisión de escuadra, derechito y efímero, que un sortilegio de pendientes desplegaba a la puerta de nuestras casas y lo extendía por unas horas hasta la ruta pesada, convertida en dique involuntario por el raquitismo de sus alcantarillas, obrando el milagro de una pileta megaolímpica, inclusiva y tentadora como el chocolate de sus aguas.

Resulta vergonzoso admitir ahora cuando la revolución digital ha triunfado, que en aquella calle también nos divertía el paso del “trencito de la alegría”. Negaría hasta la misma muerte que corríamos como posesos detrás de ese vehículo con outfit ferroviario y vagón al tono, cuya única gracia consistía en recorrer la ciudad a velocidad de crucero. Pero lo hacíamos, suspendíamos el juego y escoltábamos su andar pasmoso de música circense, obnubilados por un dudoso pato Donald pintarrajeado en sus laterales. Cierta vez, quizás un día del niño o semejante, alguna autoridad nos subió gratis al paseo del que volvimos siendo los mismos, pero distintos. Dos verdades nos habían sido reveladas en el trayecto: ser pasajero era menos divertido que perseguirlo, y más allá de nuestra calle existía una ciudad inmensa y misteriosa por conocer.

Aquel viaje iniciático y copernicano nos lanzó a la urgencia del descubrimiento con la misma ansiedad con que coleccionábamos figuritas. La más codiciada por difícil era ese otro Río, serpenteante y perpetuo, pero igual de marrón, cuyas peligrosas aguas teníamos expresamente prohibidas. Aventurarnos en ellas significaba arriesgarse a una pena severa si algún progenitor se avispaba, situación que después de dos o tres escapadas invariablemente ocurría, aplazando todo tipo de planes hasta el próximo verano.

Después, el tiempo pasó como en reloj de plastilina: entre rayuelas y cometas, entre un amor y bicicletas, logramos juntar las figuritas, pero el álbum ya había cambiado para siempre. Y por no tirarlas me las guarde en la frente. Desde entonces esa ciudad me persigue, corre detrás de mí con una sonrisa pícara en los labios, como si supiera que viajar en este tren no resulta demasiado entretenido.

 

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