194 Aniversario de Villa Nueva - Por Adrián Demichelis

La camiseta

La nostalgia se parece a esos charcos de agua que se forman después de una tormenta de verano, y cuando eras pibe te parecía que una laguna inmensa te separaba del otro lado y entonces corrías con todas tus fuerzas, igual que el Hombre Nuclear y saltabas apretando las muelas y rezando para no ensuciarte las Topper de lona, que había lavado tu vieja… y ¡zas! caías parado. Impoluto. Más grande. Disfrutando la hazaña. Mirando con ternura el paso del tiempo.

¡¿Para qué, el chabón del almacén, me preguntó de quién era la camiseta que llevaba puesta?, ¿para qué? Si una respuesta de cinco segundos fue un monólogo de media hora. Automáticamente me besé el escudo, hice silencio, abrí los ojos bien grandes, igual que el Cani cuando recibió el pase de Diego en el 94. Lo estaba esperando. Es más, creo que salí dispuesto a que alguien en esta ciudad me pregunte de qué equipo era la camiseta que llevaba puesta. Después de besarme el escudo y golpearme dos veces el pecho con mi mano derecha, el “pueblo” entero se me metió por los ojos. Directo al corazón. Entonces le confirmé, al chabón del almacén, que la camiseta era la de Alem, pero de Villa Nueva. Que yo era un negro de Villa Nueva. Siempre que digo esa frase la gente me mira el pelo y queda como en offside, se piensan que es un chiste. Fue en ese instante que me paré bien erguido y empecé a contarle de mi ciudad. Con mi pie izquierdo intenté esbozar un mapa. De este lado, le dije, señalando un mosaico y usando la cinta que separa a la gente por la distancia social, está Villa María. El río y ahí, en el otro mosaico, estamos nosotros. Villa Nueva, afirmé con orgullo. Esa es mi ciudad, le señalé al pibe, que a esa altura se empezaba a arrepentir de la pregunta que me había hecho. Los domingos la cancha se pone hasta las manos, sentencié. Copamos en todos lados, con los bombos y las banderas, somos locales en todas partes. La cancha se llama la Leonera, la nueva Leonera, le aclaré, mientras el pibe me miraba entre interesado y asustado. Pero antes estaba la Leonera de verdad, continué explicando. La vieja, la de una sola puerta de entrada, la de las butacas y la palmera; donde la María te podía putear en todos los idiomas y a los rivales les temblaba la pera. Entonces hablar de Alem me metió profundo en mis recuerdos. El presente y el pasado se entraron a mezclar. Le empecé a contar de mis amigos, del Chelo, del Gordo Curly, de lo chicos de Fuente. De los partidos interminables en el campito de mi barrio. De mis atajadas mejores. El reloj se detuvo en mi mente y mi corazón me daba letra para describir un tiempo que fue hermoso. Ya en una especie de transe le dije, al chabón del almacén, que mis calles eran de tierra, que ahora tienen pavimento, pero mis recuerdos tienen el polvillo de ventanas y puertas abiertas en el verano, de vecinas baldeando la vereda. De mis hermanos jugando con la manguera, mientras mi viejo cargaba el viejo Rastrojero. Le relaté con detalles el pasado de mi ciudad, le hablé que una musiquita rompía la siesta y en un caballo cansado el Mila Gatti repartía los helados más ricos del mundo. Ya casi ni me importaba si al chabón del almacén le interesaba mi historia, yo quería detallarle nuestros personajes, Dentífrico, La Claudia, Totó, Felipe. Me aseguré, que antes que le toque el turno de pagar, le pudiese representar la vez que me tocó izar la bandera en mi colegio Belgrano y la historia cuando en la última jugada le ganamos a los de séptimo B. El pibe del almacén a esa altura ya no sabía como gambetearme. No me di por vencido y valentonado por ese orgullo irrefrenable de ser villanovense empecé a narrarle con lujos y detalles, “los desfiles del 25”, y de la Agrupación Argentino del Valle Larrabure. Por un instante volví a ser un “lobato” de 11 años, con sus bermudas azules, sus patitas como “popotitos” y mis padres orgullosos al lado del palco aplaudiéndome de nuevo. Sin tener noción del lugar y subido a la emoción más linda de los últimos tiempos, lo tomé del hombro al chabón del almacén, ya no me importaba la distancia social ni la mar en coche. Casi con el alma desnuda le dibujé con palabras el Parque, el río, la primavera por mi ciudad... y la hora de la leche. Eso, la hora de la leche. Lo lindo que era escuchar a mi vieja gritando mi nombre a los cuatro vientos y salir corriendo, dejar todo, abrir la puerta y que un olor a mate cocido me entre por la nariz y verla a mi mamá secándose las manos en el delantal, correr a sus brazos. Fundirme en su perfume de mandarinas al sol… Entonces, por un instante, pensé que estaba lloviendo, pero había un sol de primavera en San Nicolás. Me sequé las lágrimas. El chabón del almacén pagó rápido, se acomodó su barbijo y me saludó por cortesía. Entre sorprendido y asustado debo confesar. ¡¿Para qué me preguntó de qué equipo era la camiseta?!, dije para mis adentro. Respiré profundo, apreté las muelas, miré con ternura a mi ciudad desde la nostalgia. Volví a mi casa con unas ganas tremendas de ponerme a escribir, es la manera que tengo de saltar el charco.

 

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