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No hay paradoja en la intolerancia a los intolerantes

Escribe: Marcelo J. Silvera

El intento de magnicidio contra la vicepresidenta de la Nación argentina, Cristina Fernández de Kirchner, en la noche del primer día de septiembre de 2022, es un escalón más en los sucesos que venimos advirtiendo desde tiempo atrás. Los avances de los sectores de ultraderecha, el creciente odio hacia lo diferente (lo no igual), la exaltación en redes sociales, los mensajes de los medios de comunicación que impulsan esos estados de ánimo, y las divisiones sociales, fueron todos anuncios de algo que podía llegar. Todo con un factor en común: la intolerancia (1).

 

Karl Popper publicó por primera vez, en 1945, la paradoja de la intolerancia. Aunque no siempre fue bien interpretada, en ella, el filósofo austríaco sostiene: “La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes, si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto con ellos, de la tolerancia. Con este planteamiento no queremos significar, por ejemplo, que siempre debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, por cierto, poco prudente. Pero debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues bien puede suceder que no estén destinadas a imponérsenos en el plano de los argumentos racionales, sino que, por el contrario, comiencen por acusar a todo razonamiento; así, pueden prohibir a sus adeptos, por ejemplo, que presten oídos a los razonamientos racionales, acusándolos de engañosos, y que les enseñen a responder a los argumentos mediante el uso de los puños o de las armas. Debemos reclamar, entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes. Debemos exigir que todo movimiento que predique la intolerancia quede al margen de la ley y que se considere criminal cualquier incitación a la intolerancia y a la persecución, de la misma manera que en el caso de la incitación al homicidio, al secuestro o al tráfico de esclavos”.

La paradoja está clara: para conseguir una sociedad tolerante hay que hacer uso de la intolerancia para erradicar a los intolerantes. Porque si se tolera a los intolerantes, entonces estos acabarán imponiéndose y eliminando la tolerancia como principio y valor de una comunidad. Pero Popper no está justificando las acciones intolerantes, sino, por el contrario, sosteniendo que estas no pueden tener lugar en una sociedad tolerante. Porque tolerancia no es permitir cualquier cosa, cualquier expresión, cualquier forma de crear pensamientos, movimientos, acciones. La falsedad de la expresión “soy libre, puedo decir lo que sea”, radica en los efectos que ese pensar y decir tienen en otros; por ejemplo, cuando ciertos medios de comunicación gastan sus horas con mensajes de odio, imponen el odio en sus audiencias. Para Popper, el único motivo para ser intolerante con otro intolerante es que este recurra a la violencia y no argumente en el espacio de las razones. Y la violencia verbal también es violencia.

El eje del pensamiento de Popper es la frase: “Debemos reclamar, entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes”. Los intolerantes no justifican su postura, ni les importa hacerlo; en su lugar, exponen guillotinas en la vía pública, cuelgan muñecos con los rostros de sus opuestos, exhiben bolsas mortuorias, gritan a viva voz su deseo de la muerte ajena. Los intolerantes dicen que la vicepresidenta es “el cáncer de la Argentina”. Hacen en el prime time el gesto de lo que los yanquis llaman “fuck you”. No hablan de pruebas sino de “convicciones”. Y llenan horas de televisión y radio, páginas de diarios, de portales de Internet y de redes sociales. Y dan lugar a otros odiadores, (o a los mismos, los que son funcionales a sus intereses del odio), funcionales políticos, para que regurgiten los mismos mensajes. Al decir de Carl Schmitt, la esencia de lo político se basa en la distinción entre amigo y enemigo (2).

Por otro lado, los ciudadanos comparten sin criterio ni crítica todo cuanto piensan que es afín a su convicción, multiplicando el poder del mensaje. Incluso en forma de “memes” (3)  que, disfrazado de elemento humorístico, fogonea la hoguera de la expulsión de lo distinto. Y en esta proliferación de odios aparece una deshumanización del otro. El otro deja de ser humano, pasa a ser algo eliminable. Extinguible. Algo que hay que erradicar, como sea. Y ese “como sea” adopta las formas de los mensajes que fueron apareciendo en los casos anteriormente mencionados, con la misma violencia que deja de ser verbal, comunicativa, y pasa a ser física.

 (1). Popper, K. (1967) La sociedad abierta y sus enemigos. Paidós. Pag. 585. (2). Schmitt, C. (2009) El concepto de lo político, Madrid: Alianza. p. 57. El enemigo es “el otro, el extraño”, “existencialmente distinto y extraño”, “en último extremo pueden producirse conflictos con él que no pueden resolverse ni desde alguna normativa general previa ni en virtud del juicio o sentencia de un ‘tercero no afectado’ o ‘imparcial’”.  (3). El vocablo meme tiene dos acepciones: 1- Texto, imagen, vídeo u otro elemento que se difunde rápidamente por internet, y que a menudo se modifica con fines humorísticos. 2- Elemento cultural o de comportamiento que se transmite de persona a persona o de generación ageneración.

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