Sergio Edmundo “Pirucho” Herrero / José Luis “Pucho” Ponce

El Aguayo

domingo, 20 de diciembre de 2020 · 08:30

Las circunstancias lo obligaron a trabajar de pequeño. Reciamente fue aprendiendo las durezas de la globalización desde el aguayo, sea en la espalda de la madre, sea desde el suelo en una improvisada cuna donde los barrotes eran las bolsas con ropas destinadas a la venta.

El aguayo era su mundo. La lana urdida artesanalmente lo protegía de las variantes del tiempo  propio de un clima tropical y del murmullo incesante de la gente que envolvía la calle.

Allí, asomaba sus manitas jugando inocente, con las trenzas decoradas o con descuidadas hilachas de colores diversos.

Cuando el hambre apuraba, rauda la madre, lo giraba acomodándolo en el pecho hasta saciarlo, en tanto, continuaba las ventas. Junto a la leche mamaba el dolor, la marginación y los atropellos de los oportunos compradores.

El tumulto de la feria instalada en la calle era ya un sonido familiar y los olores típicos de las comidas regionales elaboradas en manuales cocinas, iban despertando su interés por aprehenderlos.

Caminar fue una aventura que no permitió abandonarlo. Sobre él animó el gateo acostumbrándose al roce con la gente, la tierra y demás enseres propios de una feria comercial. El apuro de esta vida no dejaba tiempo para compartir. Con su aguayo se extendía una mesa donde consumían  la comida ofrecida por los feriantes y, en incómoda posición, sus manos mutaban en tristes utensilios. Al finalizar el almuerzo, volvía a su aguayo donde jugaba hasta dormir esperando a su hermana mayor que regresaba de la escuela.

Ella le brindaba atención  y a la vez cuidaba el puesto de posibles rateros. Y cuando algún  robo ocurría el resto de los feriantes se solidarizaban en un griterío infernal - “palomillo, palomillo...” - hasta que era reducido donde lo golpeaban y lo insultaban mezclando palabras del quechua y del español.

Ya había adquirido la habilidad de sus padres en  el comercio a pesar de sus nueve años   demostrándolo  con cada cliente.

-¿Cuánto cuesta esto en pesos argentinos? - indagaba el transeúnte.

-Tres pesos -respondía entre dientes.

-...pero si ayer la señora me dijo dos con cincuenta... avivado el comprador.

-Tres pesos -afirmaba contundente mientras le dibujaba una sonrisa a su hermanito.

El atardecer los veía desarmar con prontitud la tiendita. Esta era una gran sombrilla de lona cuadrada, un gran catre, un par de bancas y la mercadería a vender.

Siempre esa calle, esa gente, ese transcurrir seminómade; y a la noche en el hotel de piso, donde alquilaban un espacio del galpón  extendían las cobijas conciliando el sueño hasta las cuatro de la mañana para volver a trajinar la rutina: el carrito, un desayuno bebido y los bolsos de ropa.

Así, creció José, incorporándose lentamente a la economía familiar. Primero haciendo fila en el puente internacional para vender luego el lugar a aquellos compradores apurados o bien pasando bolsos por lugares  prohibidos.

Este era el trabajo mas insalubre debido al cruce de la quebrada. Era una cloaca abierta que ningún gobierno atendía por ser “tierra de nadie”. Se la transitaba furtivamente eludiendo animales, basurales y personas que,  como él, realizaban la misma actividad.

Subía y bajaba atajos entre los escasos arboles hasta arribar a una plazuela donde esperaba el taxi con el que había acordado el comprador.

Su esmirriado cuerpito no soportaba mucha carga pero igual se daba maña...

Solo había que contar con la complicidad del gendarme que previo “arreglo” miraba siempre al cielo o se internaba en su guardia a matear escuchando chamamé.

Una verdadera organización del contrabando formaban taxistas, bagalleros, comerciantes y gendarmes.

Una tarde de noviembre, con esos soles pálidos que despejan las tormentas, José subía con dificultad a causa del barro y al peso del bolso en su aguayo.

Al asomar, pícaro su rostro, al ras del piso de la plazuela, no advirtió el cambio de guardia y al tratar de erguirse para no resbalar y regresar al lecho de la quebrada, trastabilló sujetándose de la barranca dejando medio cuerpo afuera.

Un disparo le perforó el rostro, ese mismo que mostraba cuando niño en la espalda de su madre o cuando sucio de la calle jugaba semidesnudo con los desechos del comercio.

- No hizo caso a la voz de alto - se excusaba inmutable el gendarme.

Toda la calle se levantó, el comercio cerró sus puertas (no por adhesión  sino por miedo a los desmanes) y con el niño muerto en cruz sobre las cabezas gritando indignación, todos pobres collas, clamaban justicia frente a la Sección.

Grupos de vecinos e instituciones se rasgaron las vestiduras con inútiles protocolos mientras la escuela donde asistía fue un santuario de dolor. El asesino fue trasladado para protegerlo y los ocho años de José envueltos en su aguayo para una santa sepultura.

Pirucho

 

Pucho y Pirucho... a estos dos, ¿quién los juna?

Sergio Edmundo “Pirucho” Herrero y José Luis “Pucho” Ponce, ambos oriundos de Villa María, compartieron “el Rivadavia” y de allí, mamaron la mística de la obra del doctor Antonio Sobral.

Se conocieron con mayor profundidad cuando participaron de un efímero proyecto cultural, FEJUC (Federación Juvenil de Cultura) durante el peligroso año 1978.

Pucho partió luego hacia Italia y Pirucho a su pueblo de frontera, donde se radicaba su familia.

Pucho fue con la música y Pirucho con el título de profesor de Historia y Geografía.

Una noche de Cosquín, Pucho debutaba con Los Tekis y Pirucho, desde su lejano pueblo, lo reconoció en el televisor.

A través de un amigo en común, un mánager de espectáculos, se encontraron en barrio General Paz, en un espectáculo brindado por el conjunto que tiene en Pucho a su bajista.

Las redes y la comunicación fluida de esta época, permitió que el contacto sea cada vez más cercano.

Se vieron en varias oportunidades, compartieron un asado en el norte, y pandemia mediante, Pucho mostró otras virtudes, más allá de la música, el dibujo, al que también pudieron acceder los lectores de El Diario a través de la página web del medio, ya que su obra, sus dibujos, inauguraron el Salón de Usus Múltiples (SUM) Virtual.

Y esa conjunción artística, letras y plástica, reunió y unió nuevamente a los dos compañeros de “el Cole”,  en la intención de un futuro libro, del cual, este es un adelanto.

 

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